sábado, 23 de febrero de 2013

Las lágrimas de Zulema

La leyenda conocida como La fuente de Zulema, que relata el drama amoroso vivido entre una bellísima joven mora del mismo nombre y un apuesto caballero cristiano, aún perdura fresca, en la memoria colectiva de los vecinos de Aracena (Huelva).
La leyenda se desarrolla cuando los moros de Abderramán I poblaban Aracena entre los años 933 y 937 y vivían en la llamada morería, en el interior de la fortaleza. La edificación fue tomada posteriormente por los Templarios en 1500. El actual castillo de Aracena, que se erige sobre un cerro, fue levantado en el siglo XIII sobre esa fortaleza musulmana.
La joven Zulema era hija del gerifalte de la fortaleza y se enamoró desesperadamente de un caballero cristiano. Los amantes estaban obligados a verse a escondidas, de forma clandestina, según se cuenta, en una torre de la alcazaba.
El castillo que se conserva hoy en Aracena tiene una torre almohade que se yergue sobre afiladas rocas y está llena de recovecos. Ese rincón apartado fue testigo del imposible romance, allí el amor de los dos jóvenes atravesaba cada día el infranqueable muro cultural y religioso que los separaba. Hasta que un día ocurrió lo previsible: un soldado los descubrió y contó al padre de Zulema que su hija se escapaba por las noches ayudada de una doncella para verse con un cristiano. El padre montó en cólera y cortó en primer lugar la lengua y sacó los ojos de cuajo al soldado para que no pudiese dar fe de lo que había visto ni oído. Luego esperó a que llegara la noche para acudir a la cita de los enamorados y sorprenderlos, pero cuando llegó, el joven cristiano se despedía de la joven mora para ir la guerra y se alejaba en su caballo.
El padre, enfurecido por lo que consideraba una deshonra, enterró viva a su hija hasta el cuello (solo su cabeza quedó libre) en lo más alto de la fortaleza. La leyenda cuenta que la joven lloró tanto y su dolor era tan profundo que los lamentos se oían en todo el pueblo. Las inagotables lágrimas vertidas por Zulema al perder a su amor siguieron brotando de la tierra una vez muerta la muchacha, originando el manantial que, tras la conquista de Aracena por los cristianos, se convirtió en fuente: La fuente de Zulema. 
Esa fuente se ubica en la carretera de Aracena y tiene una formidable panorámica del Castillo. La leyenda que da nombre a este espacio fue recogida de la tradición popular por el escritor José Nogales, quien la publicó en 1891. Los vecinos siguen creyendo firmemente que la fuente manó por las lágrimas de Zulema.

martes, 19 de febrero de 2013

jueves, 14 de febrero de 2013

Leyenda de la DONCELLA y el TROVADOR.

Aún no había levantado del todo la bruma de la mañana cuando se perfilaba, por entre las callejuelas, el cortejo del señor del castillo. Iban camino de la feria para celebrar el aniversario de la reconquista del lugar y nombramiento del sitio como muy venerable villa de Aracena. En medio del cortejo, la hija del señor, bien protegida por sus vasallos; a su lado, la doncella María.
Al llegar a la plaza nueva del mercado, luego conocida como plaza alta o de la Asunción, observaron los puestos con los productos de los mercaderes: frutas, verduras, ganado,... En un extremo de la plaza sonaba la cítara de un trovador. María, la bella doncella, fue seducida de inmediato por la música y el cantar del joven juglar, a quien se acercó a escuchar. 
Vengan todos a escucharme
vengan y se alegrarán.
Son historias de otras gentes,
de algún lejano lugar.
 El trovador, subido a su carreta, intentaba agradar al gentío. Unos atendían, otros pasaban de largo sin más. De inmediato se percató de aquel rostro claro de ojos de caramelo. Por unos momentos no atinó a recordar los versos que repetía en cada pueblo; quedó prendado de la mujer.
A la hora en la que el sol empieza a caer, el cortejo emprendió camino de vuelta al castillo y el trovador siguió con su mirada a la doncella. Más aún; no podía despegarse de aquella visión y decidió seguir entre caballos, escuderos y lanceros. Bien se fijó en la ventana por la que, poco después, asomaba la muchacha.
Esa ventana lo atraería, como un imán, las jornadas siguientes. Un día, tras amanecer, vio cómo salía la joven del castillo, camino de la acequia, portando las prendas mejores de su señora y dispuesta a entregarla a las criadas que habrían de lavarlas. Ella miró al trovador cuando pasó junto a él y dejó caer el pañuelo. Él lo recogió y marchó tras su bella dama.
Al llegar a la acequia, entretanto las criadas disponían la ropa para lavar, atreviéronse a hablarse. Él confesó su amor y ella que era pretendida por el jefe de la guardia, alguien a quien no amaba, pero con quien debía desposarse por orden de su señora. Él se negaba a aceptar la situación e intentaba convencerla de que otra vida sería posible junto a él, que la amaba desesperadamente. Ella, por no ofenderlo, dijo que accedería a su propuesta, a costa de los destinos reservados, si le mostraba una prueba irrefutable de amor: descubrir el árbol de donde nacen los poemas y traerle, como prueba, una flor que de sus ramas crezcan. Cosa que ella sabía imposible.
Él le contestó que no tenía idea de si tal árbol existía, pero que no pararía hasta encontrarlo y, si no lo encontrara, volvería para hablarle de su desdicha. 
Vuela ya, caballo mío
y no dejes de volar,
que mi vida está un árbol
que ambos hemos de encontrar.
Primero había preguntado a las gentes del lugar, pero nadie supo darle una respuesta. Luego visitó, una a una, las villas cercanas, mas no encontró respuesta. En él aparecía el nerviosismo, aunque sabía que tenía que seguir adelante. Entre preguntas a unos y a otros supo de la existencia de un viejo ermitaño que dedicaba su tiempo a escribir poesía. Se aprestó a visitar al anciano, por si éste podía darle alguna noticia de donde podría hallarse tal árbol. Lamentablemente el viejo le dijo que no sabía dónde se encontraba, aunque, caso de existir, probablemente lo hiciera en la cumbre más alta de la montaña; allí, más cerca de la nube que del río, más del cielo que de la tierra, más de lo infinito que de lo pasajero.
No perdió tiempo. A la mañana siguiente, cuando aún no había despuntado el alba, emprendió el camino. Le había hablado el ermitaño de un río que transcurría entre chopos y abedules, entre árboles de hojas amarillas y hierba fresca, un río que nacía del mismo corazón de la montaña que había de subir.
No había cansancio, no había descanso, no había nada más que el deseo, la necesidad y la ilusión de toparse con el árbol de donde nacían los poemas.
Cuando los últimos rayos de sol parpadeaban ya tenuemente llegó a la cumbre de la montaña. Buscó alrededor, pero no había nada. Se ahogaba en su desilusión, se desesperaba en su propia desdicha y, abatido por la pena y el cansancio, se sentó en una piedra a reposar su lamento. El cansancio físico y el cansancio de la ilusión no tardaron en hacer que se quedara dormido. Y allí, recostado en aquella piedra grande, tuvo un sueño. Se le apareció el árbol de donde nacen los poemas. Lo vio tan claro que supo dónde estaba, pero no podía alcanzarlo, era solamente un sueño.
Horas más tarde despertó, recordó el sueño y emprendió el camino de vuelta. Ahora, gracias a aquel sueño, sabía que el árbol que buscaba no lo encontraría en montaña alguna, ni en el valle ni en la vaguada. Comprendió dónde encontrarlo. 
Vuela ya, caballo mío
y no dejes de volar,
que hemos encontrado el árbol
y a mi dama he de contar.
Se dirigió a ver de nuevo a su amada. Cuando ella lo vio aparecer sin la flor se desanimó, aún sabiendo que la misión era imposible, porque también ella deseaba que hubiera sido capaz de encontrar lo que le había pedido.
Llegó, la miró y le sonrió. Ella le preguntó si no había ido a buscar la flor y él le dijo que sí y que había comprendido que su viaje había sido innecesario, pues la flor se hallaba mucho más cerca de lo que ambos pensaban. Le dijo que no podía traerle la flor del fruto del árbol donde nacen los poemas porque esa flor, ese fruto y ese árbol eran los ojos de ella cuando lo miraban a él.
Una lágrima brotó entonces de los ojos de ella, comprendiendo que, afortunadamente, no podría ver materialmente aquel árbol porque el amor no ve con los ojos; el amor ve con el corazón.
Ella olvidó el sitio donde estaba y que cerca podría merodear su pretendiente oficial. Ambos se abrazaron en el momento que, desde la atalaya más alta del castillo, el jefe de la guardia los divisó. Presto a terminar con aquella escena, no tuvo por más que sacar su arco y sus flechas. Fue fulminante, una sola flecha bastó para atravesar a los dos enamorados y dejarlos, así abrazados, para la eternidad. Sin perder un momento, ordenó a la guardia que bajara hasta donde yacían los dos cuerpos inertes.
Mas cuando la guardia llegó, no encontró los cuerpos, no encontró prueba alguna de los enamorados. Tan grande fue el amor que sintieron que, abrazados, se desvanecieron y sus cuerpos se filtraron entre piedras, hierba fresca y rocas de la zona noroeste de la montaña del castillo.
Muchos años más tarde, se cuenta que un pastor, de nombre Blas, buscando uno de sus animales perdidos, dio con la entrada a una cueva a la que llamó gruta maravillosa. Y se dice que, cuando a ella entró, descubrió maravillas naturales. Una de ellas, en el lado noroeste de la gruta, consistía en una estalactita y una estalagmita que habían crecido, una hacia la otra, hasta llegar a rozarse.
Allí, observando aquella maravilla, se quedó dormido y soñó con una doncella y un trovador que se conocieron cierto día en el que se celebraba la feria por el aniversario de la reconquista del lugar. 
La vida no supo darles
tiempo para disfrutar
una estancia entre ambos,
una estancia en libertad.
Mas la flecha envenenada
que muerte les fue a dar
hizo unirse para siempre
la doncella y su juglar.
Alfonso Pedro Domínguez
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